Retrato Pablo Ledesma

Pablo César Ledesma Cepeda

Sí, yo te amé


¿Cómo poder expresarte que simplemente las cosas debieron ser así? Esa fue la mejor opción. Lo sé porque un día entendí que yo era tu veneno, esa razón por la que no avanzabas, por la cual no dabas pasos más allá; no eras, no te permití ser. Te amé, yo te amé, cada vez que existí, yo te amé. Amaba verte sonreír, verte mejorar, ver cómo te volvías cada vez más fuerte. Aprendí tanto de ti, tanto, que se me hacía ajeno, inalcanzable, borroso, perdido, perdido como la nieve del aquel viejo llamado nevado del Ruiz, tan perdido…

Te amé a tal punto que aprendí a cuidarme para poder existir completo y dispuesto a protegerte, a ser tu guía, tu soporte, tu acompañante, tu amor. Salí de los vicios, vicios vacíos, tan vacíos como la realidad que enmarcaba mi conciencia cuando creía que pertenecía a alguna forma de existencia; somera penitencia que reducía mi ser.

Aprendí a tener alma de hierro, harmonía destructiva que solidificaba un ser sin definición, sin valoración alguna, que ajustaba la natural y pobre lucha en esta trivial vida que nos presenta las decisiones como juegos determinantes, estrictos e irreversibles; farsa eterna.

La mejor inversión en tiempo se daba bajo el techo cerúleo que se nos presentaba en la libertad de la ciudad, mientras el sol se daba a la marcha, buscando terminar su destino al otro lado del mundo; y las nubes, envidiosas, trataban de competirle, yendo más rápido, más ligeras, sin entender que dicho esfuerzo quedaba esfumado, perdido en el viento transparente que obligaba a los árboles a aplaudir con sus ramas. Esfuerzo no había y nada lo definía; éramos solamente tú y yo, éramos simplemente armonía.

Fue tan triste cuando entendí que yo ya no era más para ti, cuando entendí la importancia que fueras libre, para que así, pudieras conseguir un mejor camino y un mejor porvenir. Prometí que haría cualquier cosa por ti, tanto que te dejé ir, claudiqué. Me perdí, yo me perdí y envolví mi todo en algo que era completamente extraño, ajeno, inalcanzable, borroso, perdido, perdido como el beneficio que le da la iglesia a la humanidad.

Y así a los vicios volví, vicios vacíos, tan vacíos como la realidad que enmarca mi conciencia cuando cree que pertenece a alguna forma de existencia; somera penitencia que reduce mi ser.

Es horrible cuando pasas de ser el caballero que protege a la princesita de cristal, a ser aquel despiadado, que la deja a la deriva, sola, vagante en una selva volátil, con un afán de nube, nube envidiosa que trata de competirle vanamente al sol, yendo más rápido, más ligera, sin entender que dicho esfuerzo queda esfumado, perdido en el viento transparente que obligaba a los árboles a aplaudir con sus ramas.

Perpetuamente culpable, ligera culpa es esta, aquella que mancha mi historia, mi vida, mi destino. Te dejé, sí, eso lo tengo presente, decisión que, en consecuencia, define mi primitivo ser.

Es evidente, fue lo mejor. Yo con mis vicios, vicio de ti, pongo todo mi esfuerzo para olvidarte, esfuerzo que nada, absolutamente nada lo define ni nada lo hará. Pero hay una cosa que está completamente definida: Sí, yo a ti te amé, alguna vez, hace ya un buen tiempo, cuando viví.



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