Retrato Pablo Roberto Dávalos Nupia

Pablo Dávalos

Catalepsia

Enterrado vivo.


Los dedos de sus manos estaban entrelazados. Abrió sus ojos, pero todo seguía oscuro, no podía ver nada; quiso moverse, pero no pudo, estaba acostado en un lugar estrecho, sus codos tocaban las paredes; quiso levantarse, pero su cabeza golpeó con algo a poca distancia. Sorprendido, tanteó a su alrededor y pudo sentir que estaba decorado con suaves telas; respiró profundamente para tranquilizarse y se puso a pensar.

—Tranquilo, ¿dónde estoy?, hasta hace poco podía ver, significa que no estoy ciego; no he tenido inconvenientes con mis ojos.

Estoy acostado en un lugar oscuro, pequeño y estrecho forrado de telas; debe de medir unos 80 centímetros por 2 metros, esto es, es…

Al intentar continuar, escuchó en la parte superior un golpe tras otro y razonó:

—¡Me están enterrando vivo!

¡Noooo!

¡Auuuuxiliiioooo!

Angustiado, golpeando fuertemente la tapa del cofre mortuorio con sus puños, recordó cuando su mamá lo llevó a la piscina para que aprenda a nadar. El instructor lo perdió de vista por unos momentos y Oswaldo Zambrano se hundió como una piedra. Comenzó a agitar torpemente sus brazos y piernas como pájaro aprendiendo a volar, pero su peso lo halaba hacía el fondo; quiso gritar fuerte para que lo socorran, pero un sorbo de agua se le metió en la boca, desesperado aspiró y un chorro de agua le entró a los pulmones. El niño sintió que la vida se le iba, sintió que la muerte lo abrazaba.

Al soltarse de las agarraderas de la vida, se dejó ir; el instructor al darse cuenta que el niño no estaba en la superficie, buscó en el agua hasta que divisó un bulto gris en el fondo, se lanzó sin pensarlo para emergerlo; sacó al niño fláccido y le dio respiración boca a boca y primeros auxilios. Él respondió inmediatamente, expulsando el agua de los pulmones y se recuperó al poco tiempo, pero quedó traumatizado de por vida, puesto que nunca más entró a una piscina ni pudo disfrutar plenamente del mar.

Muchos momentos de su vida pasaron por su cabeza rápidamente, al tiempo que escuchaba como caía la tierra sobre la tapa del féretro; su respiración era agitada, el aire comenzó a hacerle falta, sentía que los pulmones se le reventaban. Desesperado, retorciéndose y luchando en las tinieblas por su vida, aspiró todo el aire posible y gritó con toda su alma, sabiendo que era su última oportunidad.

Su hijo, Oswaldito de 8 años, estaba echando una rosa al féretro de su padre desde el borde de la fosa, mientras un fotógrafo captaba ese tierno y puro instante; el niño vio como la tierra se levantó, pero el peso de la misma pudo más y se asentó lentamente; también pudo oír gritar a su padre desesperado, luchando por su vida; (pues hay sonidos a ciertos decibeles que solo lo pueden escuchar niños y adolescentes); abrió sus ojos como platos e inmediatamente se dibujó una sonrisa en sus labios, giró violentamente y dando saltos llegó hasta donde estaba acongojada su desconsolada madre; la abrazó por la cintura, señalando al hoyo, le dijo:

—Mamá, mamá: papá está ahí.

—Si hijo, papá está ahí; nunca más lo volveremos a ver.

—No, no, no mamá, papá está ahí vivo, ¡él quiere salir, sácalo!

—No, Oswaldito, papá está en el cielo.

El niño, sin saber que hacer quiso lanzarse a desenterrar a su padre, pero fue detenido por los asistentes; haciendo berrinches comenzó a gritar exasperado.

—¡Mi papá, mi papá!, saquen a mi papá por favor, ¡él está vivo, sáquenlo!

Los asistentes acongojados veían con tristeza aquel cuadro desgarrador; el niño desesperado quería que alguien lo ayude a rescatar a su padre; el doctor Aníbal Ortiz, su padrino, tuvo que agarrarlo fuertemente entre sus brazos, pues quería arrojarse en el hoyo, mientras los sepultureros, indiferentes y de la manera más despiadada, echaban tierra sobre el cofre.

—Mamá, mi papá está vivo, está vivo, sácaloooo, —gritaba el niño incontrolable y agobiado dando patadas y puñetes a quién se le cruzaba.

El doctor Ortiz, al enterarse que su comadre, Marisol Castillo, heredaría muchas tierras, invitó a su amigo y compadre a tomar unas cervezas; le puso algo en las bebidas que lo dejó en coma; a los tres meses lo declaró muerto.

En las tinieblas del interior del féretro, Oswaldo escuchaba que los sonidos de la tierra sobre el cofre desaparecían progresivamente y, poco a poco, dejaba de respirar. Los ojos se le salían de las órbitas oculares al punto de reventar; sus dedos estaban sangrando por querer raer la tapa del cofre, pero no pudo lograrlo. El rostro de Oswaldo quedó con la expresión de horror, espanto, asombro y desesperación cuando vio acercarse lentamente en las tinieblas a la muerte y al sentir su abrazo y el beso de bienvenida.

Esto lo supimos después de siete años, cuando exhumaron el cadáver de Oswaldo, para enterrar el cuerpo del doctor Ortiz, nuevo esposo de Marisol.  



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