Jaime Sabines
Así es
Con siglos de estupor,
con siglos de odio y llanto,
con multitud de hombres amorosos y ciegos,
destinado a la muerte,
ahogándome en mi sangre, aquí, embrocado.
Igual a un perro herido al que rodea la gente.
Feo como el recién nacido
y triste como el cadáver de la parturienta.
Los que tenemos frío de verdad,
los que estamos solos por todas partes,
los sin nadie.
Los que no pueden dejar de destruirse,
ésos no importan, no valen nada, nada,
que de una vez se vayan, que se mueran pronto.
A ver si es cierto: muérete.
¡Muérete, Jaime, muérete!
¡Ah, mula vida,
testaruda, sorda!
Poetas, mentirosos, ustedes no se mueren nunca.
Con su pequeña muerte andan por todas partes
y la lucen, la lloran, le ponen flores,
se la enseñan a los pobres, a los humildes, a los que tienen esperanza.
Ustedes no conocen la muerte todavía:
cuando la conozcan ya no hablarán de ella,
se dirán que no hay tiempo sino para vivir.
Es que yo he visto muertos,
y sólo los muertos son la muerte,
y eso, de veras, ya no importa.
Un desgraciado como yo no ha de ser siempre desgraciado.
¡He aquí la vida!
Puedo decirles una cosa por los que han muerto de amor,
por los enfermos de esperanza,
por los que han acabado sus días y aún andan por las calles
con una mirada inequívoca en los ojos
y con el corazón en las manos ofreciéndolo a nadie.
Por ellos, y por los cansados que mueren lentamente en buhardillas
y no hablan, y tienen sucio el cuerpo, altaneros del hambre,
odiadores que pagan con moneda de amor.
Por éstos y los otros, por todos los que se han metido las manos
debajo de las costillas
y han buscado hacia arriba esa palabra, ese rostro,
y sólo han encontrado peces de sangre, arena…
Puedo decirles una cosa que no será silencio,
que no ha de ser soledad,
que no conocerá ni locura ni muerte.
Una cosa que está en los labios de los niños,
que madura en la boca de los ancianos,
débil como la fruta en la rama,
codiciosa como el viento:
humildad.
Puedo decirles también
que no hagan caso de lo que yo les diga.
El fruto asciende por el tallo, sufre la flor y llega al aire.
Nadie podrá prestarme su vida.
Hay que saber, no obstante,
que los ríos todos nacen del mar.
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