Guillermo Valencia
Cigüeñas blancas
De cigüeñas la tímida bandada,
recogiendo las alas blandamente,
paró sobre la torre abandonada
a la luz del crepúsculo muriente;
hora en que el Mago de feliz paleta
vierte bajo la cúpula radiante
pálidos tintes de fugaz violeta
que riza con su soplo el aura errante.
Esas aves me inquietan: en el alma
reconstruyen mis rotas alegrías,
evocan en mi espíritu la calma,
la augusta calma de mejores días.
Afrenta la negrura de sus ojos
el abenuz de tonos encendidos,
y van los picos de matices rojos
a sus gargantas de alabastro unidos.
Vago signo de mística tristeza
es el perfil de su sedoso flanco
que evoca, cuando el sol se desespereza,
las lentas agonías de lo Blanco.
Con la veste de mágica blancura,
con el talle de lánguido diseño,
semeja en el espacio su figura
el pálido estandarte del Ensueño.
Y si, huyendo la garra que la acecha,
el ala encoge, la cabeza extiende,
parece un arco de rojiza flecha
que oculta mano en el espacio tiende.
A los fulgores de sidérea lumbre,
en el vaivén de su cansado vuelo,
fingen, bajo la cóncava techumbre,
bacantes del azul ebrias de cielo…
Esas aves me inquietan: en el alma
reconstruyen mis rotas alegrías;
evocan en mi espíritu la calma,
la augusta calma de mejores días.
Y restauro del mundo los abriles
que ya no volverán, horas risueñas
en que ligó sus ansias juveniles
al lento crotorar de las cigüeñas.
Ora dejando las heladas brumas,
a Grecia piden su dorado asilo;
ora baten el ampo de sus plumas
en las fangosas márgenes del Nilo.
Ya en el Lacio los cármenes de Oriente
olvidan con sus lagos y palmares
para velar en éxtasis ardiente
al Dios de la piedad en sus altares.
Y junto al numen que el romano adora
abre las alas de inviolada nieve;
en muda admiración, hora tras hora,
ni canta, ni respira, ni se mueve.
Y en reposo silente sobre el ara,
con su pico de púrpura encendida
tenue lámpara finge de Carrara,
sobre vivos corales sostenida.
¡Ostro en el pico y en tu pie desnudo
ostro también! ¿Corriste desolada
allá do al filo de puñal agudo
huye la sangre en trémula cascada?…
Llevas las vestiduras sin mancilla
—prez en el Circo— de doncella santa,
cuando cortó la bárbara cuchilla
la red azul de su gentil garganta.
Todo tiene sus aves: la floresta,
de mirlos guarda deliciosos dúos;
el torreón de carcomida testa
oye la carcajada de los búhos:
La Gloria tiene el águila bravía:
albo coro de cisnes los Amores;
tienen los montes que la nieve enfría
la estirpe colosal de los condores;
y de lo Viejo en el borroso escudo
—reliquia de volcado poderío—
su cuello erige en el espacio mudo
ella, ¡la novia lánguida del Frío!
La cigüeña es el alma del Pasado,
es la Piedad, es el Amor ya ido;
mas su vuelo también está manchado
y el numen del candor, envejecido.
¡Perlas, cubrid el ceñidor obscuro
que ennegrece la pompa de sus galas!
¡Detén, Olvido, el oleaje impuro
que ha manchado la albura de sus alas!
Turban sus vuelos la voluble calma
del arenal —un cielo incandescente—,
y en el dorado límite, la palma
que tuesta el rojo luminar: ¡Oriente!
Tú que adorabas la cigüeña blanca,
¿supiste su virtud? Entristecida
cuando una mano pérfida le arranca
su vagorosa libertad, no anida.
Sacra vestal de cultos inmortales,
con la nostalgia de su altar caído,
se acoge a las vetustas catedrales
y entre sus grietas enmaraña el nido;
abandona las húmedas florestas
para bsucar las brisas del verano,
y remonta veloz llevando a cuestas
el dulce preso de su padre anciano.
Es la amiga discreta de Cupido,
que del astro nocturno a los fulgores,
oye del rapazuelo entretenido
historias de sus íntimos amores:
con la morena de ceñida boca,
altos senos, febril y apasionada,
de exangües manos y mirar de loca
que enerva como flor emponzoñada;
o con la niña de pupilas hondas,
—luz hecha carne, ¡floración de cielo!…—,
que al viento esparce las guedejas blondas
y es la carnal animación del hielo;
con la rubia de cutis y perla y grana,
semítica bariz y azul ojera,
que parece, al través de su ventana,
casta virgen de gótica vidriera…
Esas aves me inquietan: en el alma
reconstruyen mis rotas alegrías;
evocan en mi espíritu la calma,
la augusta calma de mejores días.
Símbolo fiel de artísticas locuras,
arrastrarán mi sueño eternamente
con sus remos que azotan las alturas,
con sus ojos que buscan el Oriente.
Ellas, como la tribu desolada
que boga hacia el país de la Quimera,
atraviesan en mística bandada
en busca de amorosa Primavera;
y no ven, cual los pálidos cantores,
más allá de los agrios arenales,
gélidos musgos en lugar de flores
y en vez de Abril las noches invernales.
Encanecida raza de proscritos,
la sien quemada por divino sello;
náufragos que parecen dando gritos
entre faros de fúlgido destello.
Si pudiesen asidos de tu manto,
ir, en las torres a labrar el nido;
si curase la llaga de su canto
el pensamiento de futuro olvido;
¡ah! si supiesen que el soñado verso,
el verso de oro que les dé la palma
y conquiste, vibrando, el Universo,
¡oculto muere sin salir del alma!
Cantar, soñar… conmovedor delirio,
deleite para el vulgo; amargas penas
a que nadie responde, atroz martirio
de Petronio cortándose las venas…
¡Oh Poetas! Enfermos escultores
que hacen la forma con esmero pulcro,
¡y consumen los prístinos albores
cincelando su lóbrego sepulcro!
Aves que arrebatáis mi pensamiento
al limbo de las formas; divo soplo
traiga desde vosotras manso viento
a consagrar los filos de mi escoplo:
amo los vates de felina zarpa
que acendran en sus filos amargura,
y lívido corcel, mueven el arpa,
a la histérica voz de su locura.
Dadme el verso pulido en alabastro,
que, rígido y exangüe, como el ciego
mire sin ojos para ver: un astro
de blanda luz cual cinerario fuego.
¡Busco las rimas en dorada lluvia;
chispa, fuentes, cascada, lagos, ola!
¡ Quiero el soneto cual león de Nubia:
de ancha cabeza y resonante cola!
Como el oso nostálgico y ceñudo,
de ojos dolientes y velludas garras,
que mira sin cesar el techo mudo
entre ¡a cárcel de redondas barras,
esperando que salte la techumbre
y luz del cielo su pestaña toque;
con el delirio de subir la cumbre
o de flotar en el nevado bloque:
del fondo de mi lóbrega morada,
coronado de eneldo soporoso,
turbia la vista, en el azul clavada,
alimento mis sueños como el uso;
y digo al veros de mi reja inmota
pájaros pensativos de albas penas:
¡quién pudiera volar adonde brota
la savia de tus mármoles, Atenas!
De cigüeñas la tímida bandada,
desplegando las alas blandamente,
voló desde la torre abandonada
a la luz del crepúsculo naciente,
y saludó con triste algarabía
el perezoso despertar del día;
y al esfumarse en el confín del cielo,
palideció la bóveda sombría
con la blanca fatiga de su vuelo…
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