Retrato Pablo Roberto Dávalos Nupia

Pablo Dávalos

El encuentro


Se sentó frente a la taza de café, contempló como el humo ascendía lentamente de aquel líquido negro y, al inhalarlo, percibió que el aroma se mezclaba con el perfume Daisy de Marc Jacobs, que se colocaba en el cuerpo aquella mujer.

En la habitación solo había una pequeña mesa con dos sillas de madera, una cama con sábanas bien templadas, una lámpara encima del velador y un viejo ventilador, que más hacía bulla que dar viento.


Se habían conocido aquella misma tarde mientras cenaba en un restaurante; se acercó a su mesa y le preguntó:

—¡Puedo acompañarla?

—Si, por su puesto.

— ¿Qué tal está la comida?

Ella detuvo la viada que llevaba el tenedor a su boca; apartó delicadamente un mechón de cabello de su hombro y lo miró fijamente con sus negros y brillantes ojos, mismos en los que él se reflejaba. Con una leve sonrisa, apuntando su dedo al plato, respondió:

—Le sugiero que pida carne guisada con salsa rusa, ¡está deliciosa!

Sergio llamó al salonero y siguió el consejo de aquella mujer.

El sol moría y, en su agonía, abrazaba el cielo de la ciudad con sus largos rayos color rojizo. Al terminar la cena, conversaron amenamente, bebieron dos cervezas, rieron hasta que se marcharon juntos.

Las luces se encendían lentamente a su alrededor. El fuerte viento empujaba las hojas de los árboles alejándolos de todo y llevándolos a ninguna parte en especial, mientras ellos caminaban contando lo mejor y más descollante de las historias de sus vidas.

Entraron sin inhibiciones a un viejo hotel. Él pidió dos condones y una taza de café bien cargado. Luego, abrió la puerta de la habitación 322, entraron e inmediatamente al cerrarla, sin pronunciar una sola palabra, la agarró por la cintura y se besaron apasionadamente como viejos amantes.

Sergio recorrió delicadamente con sus manos el cuerpo de aquella mujer, pues le recordaba a su difunta esposa; quería devorar con un eterno beso esos excitantes labios que se fundían desenfrenadamente entre sí. Abría sus dedos y los ensartaba en los largos cabellos de Piedad, mientras recorría, con su boca, la pálida piel de la mujer.

Su mente lo traicionaba, cerraba fuertemente los ojos para traer la presencia de su esposa, para sentir que la besaba a través de aquella desconocida. Él aspiraba su aroma y sentía la misma sensación al deslizar la mano por toda su piel, saboreaba el mismo sabor de la boca que tenía su mujer, mientras Piedad se dejaba moldear de las manos de aquel hombre extraño.  

Una mucama golpeó la puerta, llevaba el café; con la cara que se notaba el enojo por haber sido interrumpido en un momento tan excitante, abrió, extendió la mano para alcanzar la taza y los condones y sin agradecer cerró la puerta con la punta del zapato.

—Iré a darme una ducha para que puedas saborearme toda, completamente toda, le dijo de manera sensual e insinuante, al tiempo que se soltaba el último botón de su blusa rosada.

—¡Listo! Te espero con muchas ganas Shirley, pe, perdón Piedad.

Ella se hizo la desentendida, agarró su cartera y entró al baño.  

Colocó la taza en la mesa y se sentó frente a ella, miró con mucha atención cómo el humo ascendía lentamente de aquel líquido negro y, al inhalarlo, percibió que aquel aroma se mezclaba con el perfume Daisy de Marc Jacobs, que se colocaba en el cuerpo Piedad. Él reconoció aquella fragancia; era la misma que usaba su esposa.

Extendió su mano para agarrar el asa de la taza y escuchó intensos jadeos de placer que desgarraba una mujer y que provenían de la habitación contigua; una pícara sonrisa se dibujó en su rostro y en su mente alentó al hombre:

—“¡Bien maestro, dele como a yegua amarrada en estero!”

Miró su mano y pudo observar como un mosquito se posaba entre sus dedos índice y anular, esperó pacientemente que le chupara la sangre; el animal comenzó a hincharse lentamente a punto de reventar con la sangre de Sergio; levantó sigilosamente su mano izquierda y lo aplastó fuertemente; una leve sonrisa hizo mover su boca, cogió papel higiénico y limpió las máculas de la mano. Tomó un sorbo de café, hizo puchero enjuagándose las mejillas y lo tragó.

¡Wacka, que porquería! Viviendo en un país cafetalero y venden al pueblo el bagazo, pura mierda, pensó.

Esa habitación de paso tenía una mesa pequeña con dos sillas una cama con sábanas blancas bien templadas, una lámpara raída sobre un velador y un viejo ventilador que botaba más ruido que viento; levemente se pudo oír que dejaba de caer agua de la ducha.

Salió envuelta en toallas, era fácil inferir que estaba desnuda, su cabello húmedo la hacía ver sensual, su perfume lo atraía y motivaba; era una mujer madura, sabía bien lo que quería dar y lo que deseaba recibir.

—¿Todo bien? —preguntó con una sonrisa

—Si, Shirley.

Ella no quiso rectificar para no caer mal o romper su fantasía.

—Quiero amarrarte las manos, —dijo seguro.

—¡Estoy aquí para complacerte! —sonriendo se le acercó, puso su mano en la mejilla y le dio un beso al hombre.

Sin pensarlo dos veces, agarró una sábana y la hizo tiras. Amarró las muñecas de sus manos con seguridad, en el borde de la cama e hizo lo mismo con los tobillos. Luego, la amordazó, no sin antes darle un apasionado beso en sus labios. Admirada la mujer, vio como el rostro del hombre se transformaba. Él unió sus dos manos apretando fuertemente el cuello de Piedad, a quién se le brotaban desesperadamente los glóbulos oculares de sus negros ojos de pavor.

Le faltaba la respiración, jadeaba, sabía que era un juego, pero se le estaba escapando la vida; quiso respirar por la boca, pero no pudo; las manos le dolían, quería que todo esto terminara. Escuchó la sonrisa de su hija, la vio en su desvarío, recordó que tenía que llevarla al doctor, tenía que seguir luchando por su vida, pero no tenía fuerzas; quería un poco de aire.

Los gemidos los escuchó la pareja de la habitación contigua, que relajados compartían un cigarrillo. Eran tan excitante los alaridos de la mujer, que pensaban que era por placer y tuvieron que continuar amándose.

Sergio, apretó hasta que sintió que la mujer dejó de luchar por su vida y su cuerpo quedó inerte; entonces, se acercó al oído y le dijo:

—Shirley, ¿cuántas veces tengo que matarte?

Limpió las huellas de todo lo que había tocado, volvió a coger la taza, tomó el último sorbo de café frío que había en ella y la limpió con detenimiento; abrió la puerta y se perdió en la ciudad sin dejar indicio alguno.

Espéralo. ¡Tal vez algún día se cruce en tu camino!



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