Pablo Dávalos
El meteorito
El destino a veces te depara muchas sorpresas.
Cuando es buena, se lo atribuye como un regalo divino y, cuando te es adverso, es por el karma.
Lo que le sucedió a mi amigo, Jaime López Zambrano, nadie pudo prevenirlo y, ahora que pasó, no se lo desearía ni a nuestro mayor enemigo. —Con 22 años, ¿Qué mal puede haber hecho?,— me pregunté, —contumaces criminales, no sufren ni pagan sus crímenes. —
Éramos estudiantes del último semestre de periodismo. Él era un investigador nato, soñaba con encontrar el tesoro de los Incas. Fue a visitar a su tía, Matilde, a las afueras de Pedernales, Manabí. Se encontraba cabalgando despacio en una zona árida, seca, desértica por estar bordeando el mar, cuando, de repente, cambió el ambiente; el viento cesó inesperadamente y un ensordecedor silbido agudo fue aumentando progresivamente hasta escucharse una explosión muy fuerte, que hizo asustar al caballo. Este, se paró en sus dos patas traseras y tumbó a mi amigo.
Al caer, se movió rápidamente para que el caballo no lo patee. Alzó su mirada al cielo y pudo observar a pocos metros de altura, el recorrido de un meteorito que dejaba a su paso una estela de gas, humo o vapor, seguido de un zumbido perturbador. Era como si al cielo se le abriese una herida que se podía divisar desde varios kilómetros a la redonda y su destello se confundía lentamente con el tono rojizo de la caída del sol en el mar.
Jaime se puso de pie inmediatamente y logró ver el lugar exacto donde impactó aquel objeto. Corrió en busca de su caballo y a todo galope fue a buscar lo que había caído del cielo. Buscó el lugar donde vio caer el objeto, siguiendo la brecha en la tierra que había abierto al derrapar.
Se apresuró al distinguir que personas de la zona corrían también a ver qué era lo que había impactado. Llegó al final, y se percató que había en cráter de unos tres metros de diámetro, con un brillo inigualable que llamó su atención ¡¡Había encontrado un meteorito!!
La emoción se apoderó de mi amigo, el corazón le comenzó a latir con más fuerza, la garganta se le secó, sintió que la piel se le erizaba, pues, no cualquier mortal tiene la oportunidad de “tocar” uno de estos objetos. Son estrellas fugases que vemos en las noches, nos enamoran y nos hacen ilusionar. Viajan en el espacio desde hace millones de años y han recorrido distancias inimaginables.
Era una pequeña y brillante piedra color dorado, del tamaño y forma de un huevo de avestruz con un solo borde; Jaime había visto similares en libros y en internet y, por lo mismo, sabía que esta contenía una gran cantidad de oro puro.
Se bajó del caballo y con mucho temor se acercó al objeto; su corazón latía tan fuerte que lo sentía reventar en cada pálpito. Con temor movió la piedra utilizando una rama seca que encontró en el suelo y se dio cuenta que era un objeto sólido, comprobó que no esté caliente tocándolo con el dedo índice, pero la roca estaba muy caliente. A lo lejos se escuchaban voces de personas y ladridos de perros que se acercaban. Inquieto, se le ocurrió orinar la piedra para bajarle la temperatura y esconderla antes que llegasen los otros curiosos, pero al hacerlo salió mucho vapor del meteorito con un fuerte olor a azufre. Lo agarró con dos maderos que vio cercanos y lo colocó en la alforja de cuero de la montura del caballo.
—Señor, buenas tardes, ¿Qué fue que cayó del cielo? — preguntó un parroquiano.
—Hola, no, no sé, estoy buscando también, vi caer una bola de fuego. — respondió Jaime.
Ellos buscaban un elemento de grandes dimensiones.
—¡Sonó fuerte, como un trueno! —comentó un niño, al tiempo que los moradores con machete buscaban entre la maleza seca del sector.
—Sí, por aquí me pareció que cayó. —
Señalando la huella que estaba a unos treinta metros, alguien gritó; —¡Vengan!, aquí cayó, ¿habrá sido un Ovni y se fue? —
—¿Será que está en otra dimensión?
Ellos comenzaron hacer una serie de conjeturas infundadas.
Al cabo de unos momentos el caballo comenzó a sentirse inquieto, Jaime se imaginó que se estaba quemando por aquella piedra y se marchó sin despedirse, los dejó buscando; el sol se ocultaba lentamente en el mar, formando con sus rayos color naranja, una mixtura de colores, digno de una pintura.
—Pablo!, soy rico, encontré El Dorado espacial; encontré un meteorito de oro, —me dijo emocionado en una videollamada, al llegar a casa de su tía.
—Mira brother, mira, ¡mira!, ¡es una hermosura!, —me lo enseñó, estaba eufórico, muy emocionado.
Yo intrigado le pedí que me cuente los detalles.
—Cuéntamelo todo, —incrédulo le dije.
Estuvimos toda la noche soñando despiertos, en que íbamos hacer con el dinero de la venta de aquel objeto extraterrestre de oro.
Soñamos viajar por el mundo con mujeres, sexo, buena comida, joyas, licores, y más placeres terrenales juveniles; al tiempo que él besaba su fantástico tesoro y se lo pasaba por el cuerpo.
—En la mañana salgo a Guayaquil, llego a las 10h00m, anda a recogerme. — me pidió.
Emocionado fui a recoger a mi amigo al terminal terrestre. Al acercarse al carro lo noté desencajado, nervioso, asustado; pensé que sería porque estuvo desvelado toda la noche; venía con la mano derecha metida en la mochila, y la izquierda en el interior de su camisa. Se paró frente a la puerta y tartamudeando me pidió que le abra la puerta, asumí que era broma y le di la bienvenida.
—Adelante su majestad, ¡bienvenido! —
—Estoy asustado —me dijo, al tiempo que se sentaba.
En estos casos es normal tener delirio de persecución —pensé.
—Me estoy convirtiendo en un monstruo. —me dijo, mientras rompía en llanto como un niño.
Mi amigo apestaba a azufre, lo noté diferente, con su mirada perdida. No me había percatado que un policía de tránsito me pedía que avance, pues, estaba obstruyendo el paso vehicular y se acercó al carro al notar que yo estaba conversando con el pasajero.
—¡Señor, avance, avance! —me gritó. Se agachó y vio que Jaime estaba llorando
—¡Uhhh!, ¡vea usted! ¡dele, dele! —me dijo, —vayan a arreglar sus problemas maritales a otro sitio, dale, dale. — agregó.
Conduje sin rumbo y en silencio casi una hora. Cuando lo vi más tranquilo, le pregunté:
—¿A dónde vamos? —pregunté;
—Vamos a tu casa, no quiero que mi mamá me vea así, —me dijo con voz temblorosa y muy triste.
Llegamos a mi casa, él no retiraba sus manos de la mochila ni de su camisa. Cuando entramos, mi madre no se percató de nuestra llegada y fuimos directamente a mi dormitorio.
Jaime me pidió el baño, quería ducharse, sacó sus manos de sus escondites y estaban delgadas, secas; los dedos estaban estirados, solo desde la falange distal al metacarpiano, medían unos 35 centímetros. Su piel se transformaba rápidamente, parecía piel de pulpo o calamar; una sustancia gelatinosa, viscosa, color gris, cubría progresivamente su cuerpo; su rostro se estaba transformando, estaba estirándose, se estaba deformando; la voz cada vez se robotizaba y emitía sonidos nasales inentendibles similares al osar de los cerdos.
Me coloqué en las manos unas bolsas plásticas para ayudarlo a desvestirse. En realidad, no quería tocarlo por temor a ser contagiado. Pude apreciar que su estómago estaba hinchado y su piel se estaba tornando a un color grisáceo. Abrí la ducha y se refrescó. Luego le ayudé a acostarse en mi cama, pero él, definitivamente, era un monstruo.
—Hermano, voy a llamar a un médico. ¡Estás mal! — yo no sabía si me iba a ocurrir lo mismo. ¡Necesitaba un médico urgente!, me preocupaba que mi madre estaba en casa, ¿la contagiaría?
Yo estaba nervioso, pero, aun así, arreglé el dormitorio. En ello, vi la mochila. Francamente, no quería mirar aquel objeto, pero ¡pudo más la curiosidad!
—Jaime, ¿puedo ver el meteorito?, — pregunté.
—Sí, sí, pero no lo toques —respondió osando como cerdo; me costó trabajo entender, ya estaba perdiendo la voz. La transformación o no sé qué, era muy acelerada.
Volteé la mochila e hice deslizar aquel elemento al piso; era hermoso a nuestros ojos, pesaba unos 4 kilos, sólido, dorado; abrí la mochila y con la punta del zapato lo conduje a su interior. Llamé al médico y a la señora Blanca, su madre:
— Señora, venga a mi casa, Jaime está muy mal, ¡es una emergencia!
—Pero Jaimito está en Pedernales, fue a visitar a mi hermana —respondió la madre.
—Sí, pero llegó hoy y está en mi casa, venga por favor.
El tiempo pasaba volando. Corrí al escuchar el timbre, mi madre se sorprendió al verme y más aún al ver al doctor.
—¿Qué sucede Pablo, porque viene el doctor Andrade?
—Es por Jaime que se siente mal mamá. — respondí.
Quiso acercarse a darme un beso, pero me alejé inmediatamente, ella se admiró por mi proceder; subí con el doctor, abrí la puerta, apestaba a azufre y a salinidad.
Entró el doctor y quedó pasmado,
—Pablo qué es esto y que clase de broma es está? —preguntó incrédulo el galeno por lo que veía.
—Es mi amigo Jaime doctor, se está transformando en un monstruo — manifesté.
El doctor no quería acercarse. Al tiempo que Jaime emitía sonidos, se trataba de comunicar, pero solo se le entendían palabras monosílabas y algunas bisílabas, casi como rebuznan los burros. En realidad, no sabría definirlo.
Otra vez sonó el timbre. Subió la señora Blanca, la hermana menor de Jaime y mi madre.
—¿Dónde está mi hijo? —desesperada me preguntó eufórica, al tiempo que miraba a aquel ente irreconocible y se desmayaba.
Mi amigo quería decir algo, se movía desesperado y solo le salían gruñidos. Yo agarré la mochila y salí a enterrarla en el patio antes que llegase la policía, pues yo no estaba dispuesto a entregar aquel tesoro.
Al rato mi casa estaba llena de médicos con trajes aislados y varias ambulancias.
Yo traté de explicarles paso a paso lo que me contó mi amigo: que se acercó a un meteorito que lo recogieron los pobladores de la comuna de Pedernales. Ahora, estoy recorriendo el mundo gracias a él.
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Una historia al estilo de Pablo Dávalos…
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Ecuador 2022