Carmen de Burgos
El viejo ídolo
Mister Swift estaba pensativo, ensimismado. Hacía ya tres años que dejó a Europa para encargarse de la dirección de una de las compañías que realizaban trabajos de exploración en Colombia.
Eran dos poderosas sociedades inglesas rivales, que merced a contratos celebrados con el gobierno de la República, buscaban de un modo seguro y paciente aquel fabuloso El Dorado, que tanta sangre costó a los arrojados y aventureros conquistadores latinos.
Trataba una de las poderosas compañías de desaguar la laguna de Guatavita, situada en la cima de una montaña, en el antiguo cráter de un volcán.
Era allí donde, según la tradición, los jefes de tribu, los guerreros y los monarcas acudían con sus brillantes comitivas, adornada de plumas la cabeza, cubierto el cuerpo con aceite precioso y polvo de oro, en las fiestas celebradas en honor del Sol.
Arrojaban sus riquezas al fondo de las aguas y se bañaban en aquella laguna sagrada para limpiar sus cuerpos y sus espíritus de todas las impurezas. Como si a igual edad del mundo correspondieran a los hombres semejantes ideas, aquellos indios simbolizaban en el desprendimiento de las riquezas y en las aguas que limpian de toda mancha una especie de bautismo y de austeridad cristiana.
Pero la opinión respecto al sitio donde se verificaban estos ritos no era unánime. Muchos viejos indios habían contado a sus descendientes que las riquezas no se ofrecían al So!, sino a Bochica (el Principio de todas las cosas), cuyo templo estuvo en lo más alto de los Farallones de Guatavita, enormes rocas de la última estribación de la cordillera oriental de los Andes, y que el hecho de dirigirse las procesiones a la montaña había inducido a creer que las ceremonias tenían lugar en la laguna.
Sin embargo, la tradición de la laguna parecía confirmarse: la compañía que la registraba había encontrado va numerosas figuras de ídolos en forma de sierpes y dragones, lápidas con inscripciones en una maravillosa tinta negra, esmeraldas y trozos de oro. Sin duda el desagüe daría el resultado apetecido, pues era lógico que los metales y piedras preciosas estuviesen ocultos bajo el fango.
La compañía que dirigida por míster Swift exploraba los Farallones, nada había hallado aún; cada nuevo descubrimiento en la laguna era una probabilidad menos de éxito para ella. El joven ingeniero seguía los trabajos con una fe digna del descubridor del Continente, cuyo nombre llevaba aquel Estado, pero los trabajadores empezaban a cansarse de la labor estéril entre las grietas y enormes precipicios de la montaña, centinela de la parte civilizada de Colombia, a cuya vertiente oriental se extendía la sábana inmensa de la llanura salvaje e inexplorada, donde rugen las fieras y pasean como soberanas su piel de acero las serpientes. Aun se conservaba allí el país de leyenda: los ríos arrastrando oro en sus arenas y Henos de caimanes: las hordas de indios indómitos, salvajes, señores de la hermosa libertad por la que en vano suspiran los civilizados, esclavos del metal que ellos desprecian, y de leyes que ni necesitan ni conocen.
Los banqueros de Londres empezaban también a cansarse de las continuas demandas de dinero: de seguir así, sería preciso suspender los trabajos… Aquello era la muerte de todos los sueños de riqueza y poderío acariciados por míster Swift. Alguien en Europa esperaba con fe su vuelta, y él quería llegar con los honores del vencedor, no con la humillación del vencido.
Pocos días antes las cosas parecían haber cambiado. En una de las rocas más altas y de más difícil acceso, donde hacían su nido los cóndores, se veían ruinas de un antiguo templo. Era el templo de la leyenda a cuyo píe se abatían las nubes.
Las excavaciones empezaban a dar resultados. Salían de la tierra pedazos de inscripciones; láminas de metal, barritas y polvo de oro en profusión. ¡Hasta algunas esmeraldas! ¿Sería aquel El Dorado famoso? Swift sintió deseos de escarbar él mismo con las manos, de apartar rocas y escombros para ver lo que se escondía en las entrañas de la tierra.
Fue indescriptible la emoción de todos al descubrir la imagen de un antiguo ídolo, enorme, tosco, de granito vulgar y groseramente labrado: parecía más bien una informe mole de piedra. Después de muchos esfuerzos se logró descubrir gran parte de la figura del antiguo ídolo indio y pudo reconocérsele bien. Era Bochica (el Principio de todas las cosas), aquel cuyos templos se llenaban de riquezas. Los exploradores y el joven ingeniero sentían latir sus corazones de codicia y de esperanza. En el hueco que iban descubriendo asomaba la mitad de la piedra en que estaba esculpido el grotesco dios. Era un peñón enorme en figura de elipse; cerca de una de las puntas dos agujeros redondos marcaban los ojos; la boca era una abertura hecha a martillazos v un triángulo formaba ]a. chata nariz.
Más abajo dos líneas, abiertas en los extremos como hojas de palma, figuraban los brazos y las manos, cruzadas sobre el panzudo vientre; unas ancas en figura ele rana, remedaban los pies y las piernas, dándole un vago aspecto de figura humana. Era aquel el ídolo supremo, el que en la semejanza que se observa en todas las teogonías ocupaba para los indios el lugar de Creador, como el Sol era el vivificante.
Si aquel era el templo famoso de la montaña, no estarían lejos los inmensos tesoros de que se hablaba. Swift sentía miedo al pensar en la aparición de aquellas riquezas, en un país desierto, entro hombres mercenarios. Cada uno de ellos pensaría en huir cargado de oro y piedras preciosas, mejor que en seguir trabajando para la compañía, por grande que fuese la recompensa que se les ofreciera. El oro y la sangre van por regla general siempre juntos; hasta en los ríos que lo arrastran en su corriente toman las aguas color de escarlata. Si aquellos hombres que lo acompañaban sentían el vértigo que rodea al oro de un velo rojo, ¿cómo podría oponerse a sus designios? Sería una víctima ignorada de su lealtad. Ni aun su cadáver aparecería entre aquellos misteriosos precipicios. Quizás le creerían también traidor… EL joven ingeniero sentía cubrirse su frente con el sudor frío de la angustia, ante la perspectiva de la aparición de aquellas riquezas tantas veces ansiadas.
Se decidió a solicitar el concurso de las autoridades, y obtuvo del gobernador una guardia de soldados, hijos del país, incapaces de traición, que se trasladaron a los Farallones contentos con la perspectiva de una buena recompensa, y los trabajos continuaron con nuevo impulso.
Aquella noche míster Swift, sentado cerca de la puerta de su tienda, no podía conciliar el sueño. Las nubes, más bajas que la cima de las montañas, se extendían a sus pies como una alfombra de gasas que lo separaba del mundo; las estrellas brillaban con luz más viva, sin que apagasen su fulgor los vapores de la humedad y de las capas densas de la atmósfera; la vía láctea, vivero de los mundos, partía el intenso azul del cielo con su franja de luz.
Swift se hallaba preocupado, inquieto. ¿Se realizarían sus aspiraciones? ¡Qué mundo de ilusión hacía renacer el descubrimiento del pobre Bochica, el grotesco ídolo de piedra, que representaba la caricatura, la mueca de las religiones muertas!…
¡El debería adorar a aquel Dios si las realizaba!
Allá en su casita de Glasgow, la figura de Bochica ocuparía el altar de los antiguos dioses lares, en el gabinete azul de una mujer tiernamente amada.
Sentía compasión inmensa por aquel dios cesante, sin culto ni adoradores, símbolo triste de la religión universal, del deseo de esclavitud que hace a los hombres fabricar ídolos.
Pensaba Swift en los dioses que no han muerto, en los que serán eternos: las Venus, los Apolos, los Hércules de mármol encerrados en las salas de los museos, sin culto ni altares, pero admirados siempre por la belleza de sus formas. Eran hijos de una religión que no anonadaba el espíritu con misterios incomprensibles; de una religión humana, que alzó sobre los altares la hermosura y la fuerza. Casi todas las estatuas célebres habían sido guardadas con amor en las entrañas de la tierra. Recordaba a la divina Afrodita, admirada por él tantas veces en el Museo del Louvre, en el fondo de su gabinete rojo, triunfadora, espléndida e inmortal incitando a la vida y al amor con la sana belleza de su cuerpo hermoso. Aquella diosa había dormido siglos en la pequeña isla de Melos, para volver a alzarse como soberana de la hermosura, ante la admiración del mundo, vencedora de todo lo sobrenatural y misterioso.
Pero aquel pobre Bochica, ¿para qué resucitaba? ¿No era una ironía de la madre tierra volver a la luz aquel monstruo, aborto de la imaginación de sus hijos?
Lo volvía a la vida para causar la mueca del desdén o la risa. Él no ocuparía siquiera un puesto en los palacios de las Bellas Artes; se le enseñaría como curiosidad en el Museo Británico.
Quizá la Naturaleza lo mostraba soberbia a los hombres para decirles: «Mirad qué pequeño os parece lo que vuestros padres creían grande. Del mismo modo reirán de vuestros ídolos los siglas venideros. Sólo yo soy siempre grande, siempre hermosa, inagotable en mis tesoros, en mis ríos, en mis coronas de flores y de mundos. Sólo yo soy digna de ser adorada, porque sólo yo soy inmortal, eterna.»
Sentía una gran compasión por el ídolo, como si las piedras talladas guardasen el alma de los artistas que les dieron forma. Creía haber visto a las estatuas palpitar con el calor de la mirada de otro artista, circular la sangre bajo su piel de mármol y estremecerse de impaciencia: de deseos, olvidadas en las salas polvorientas. Todo objeto de forma humana es un ser que vive una vida más o menos compleja, pero vive. Se explicaba así el mito de la creación del hombre, recibiendo alma, en la forma de arcilla hecha por un artista perfecto. Se explicaba así también el amor de los niños a las muñecas. ¿Acaso no les amaban ellas? Creía haber visto sonreír a las muñecas al aproximarse los niños que las acariciaban. Sí; la adoración, la súplica, el pensamiento de tanta gente, de generaciones enteras, debió infundir vida y espíritu a los ídolos…
Y seguía compadeciendo al pobre Bochica, muerto entre los escombros de su templo, en la cima de aquella montaña más alta que las nubes, donde solo anidaban los cóndores y donde el egoísmo y la codicia del hombre iban a turbar el silencio y la soledad. Era el último resto de un culto perdido en la lejanía de los tiempos. Sus adoradores habían sido exterminados: sólo quedaba un recuerdo de su memoria, merced a la leyenda deslumbradora de El Dorado…
Lució el sol casi sin crepúsculo, y Swift, cansado de la noche de insomnio, se reunió a la brigada de trabajadores que iban a continuar la excavación.
Al aproximarse a la fosa de Bochica un grito de asombro escapó de todos los labios. ¡La fosa del viejo ídolo estaba cubierta de flores! En la tierra recién movida había huellas de pies descalzos y de cuerpos que se arrastraron como sierpes. Las huellas se perdían hacía la vertiente de los llanos, donde habitaban las tribus de indios salvajes, de hombres libres… ¡Aun se conservaba el culto de aquel dios!
Era conmovedora la figura grotesca, vieja, carcomida, empolvada, que desaparecía bajo la lluvia de flores del trópico. ¿Cómo habían llegado allí sus adoradores? ¿De qué manera extraña se supo su aparición? Swift miraba supersticioso al dios con su boca rajada, la hendidura de sus ojos y la nariz chata; parecía sonreír contento… como sonreían las muñecas cuando las acariciaba siendo niño.
—¡Oh!—murmuró—. ¡Bochica vive aún! ¡Ningún ídolo muere jamás!… ¿Para qué les forjamos?
Como si su pensamiento fuese entendido por el dios, las rosas de la frente cayeron sobre el pecho, y le pareció ver una expresión de angustia en las facciones de piedra. ¡Pobre ídolo impotente! ¿Sentía el dolor de haber sido creado como nosotros la tristeza de crear?… Y su pensamiento se abismó en el misterio de las cosas…
Los trabajadores, después de inútiles pesquisas, se dirigieron hacia el viejo ídolo, para despojarlo de sus adornos. Swift les detuvo con un gesto, ordenándoles continuar en otro lugar la obra. Quedó solo, silencioso, sin separar la mirada de la faz estúpida de Bochica, aun más grotesco entre aquellas flores frescas y lozanas, último tributo de sus adoradores, las cuales, como una oración, elevaban sus perfumes en el aire inmóvil.
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