Pablo César Ledesma Cepeda
Hora de almuerzo
Estaba en mi oficina, con la disposición de tomar lo que se supone, por derecho, es mío y no existía negativa alguna al respecto. Mi esposa, había llegado con serias intenciones de poseerme, de recordarme con quién vivo, con quién comparto mi vida. Yo había estado algo estresado, intentando resolver un proceso administrativo atascado, de esos que no hacen más que arrebatar el tiempo, tiempo irrecuperable y lo peor, es que te lleva a los límites de impaciencia, de desespero, de posible humanidad. Mi mujer no fue cauta, para nada, cosa que me encanta. Al llegar a mi oficina, tiró su bolso rojo de cuero sobre el asiento auxiliar de mi escritorio, cerró la puerta y una a una dejó caer las persianas de lo que se conoce como ventana; sin palabra alguna y sin gesto que respondiese mi saludo, empezó a quitarse sus calzones, acercándose a mí, tirándolos a mi cara.
Algo impactado, pero emocionado, giré en mi silla sin ponerme de pie y ella, aprovechando el acto, se hizo de mis pantalones, dejando mi virilidad completamente despierta al aire. Miró lo que encontró cual pirata desenterrando tesoro y en un brusco, pero apropiado movimiento, se abalanzó sobre mí. Sólo puedo decir que éramos uno después de tal tonada. Y de pirata triunfador a vaquero en galope, cambió su papel y empezó lo que los cuerpos buscan, sedientos por lo que dictan las emociones.
«We all live in a yellow submarine
Yellow submarine, yellow submarine»
Vaya detalle el que mi mujer olvidó y no la culpo. Los Beatles estaban tocando su tonada de un submarino amarillo en su celular. Para los que no sepan, es una canción que habla de una tierra de submarinos en la que hay un submarino amarillo y en el que viven… Lo siento, es una pendejada escrita en el éxtasis máximo de seres que estuvieron bebiendo y fumando marihuana.
Y como si se tratara de su madre, se paró y de un salto tomó su bolso rojo, y en una desesperada e inefectiva intensión de contestar, revolcó sus manos en aquel cuero rojo que protegía sus pertenencias. Sabrá el oráculo qué tanto tenga ella en dicho elemento, apuesto a que ni ella misma sabe lo que carga.
— ¡Aló, ¿jefe?! — Respondió exaltada. Claro, como no estarlo si por el lugar en el que nos encontrábamos, teníamos la respiración cortada para no emitir sonido alguno.
— ¡Permítame y ya gestiono! — Le escuché decir. Perversa oración…
— ¡Lo siento, amor! Me tengo que ir, algo urgente pasa en mi trabajo. — Me dijo mientras se organizaba su vestuario.
Estaba aterrado. Una simple llamada hizo de mi idilio una pequeña brisa que medio moja el asfalto en una tarde calurosa. Mientras ella iba de un lado para el otro, patéticamente me quedé mirándola, con mi intención erguida y con varios cuestionamientos en la cabeza.
Se supone que ella me pertenece y yo a ella, eso es lo que en términos generales dice el contrato de matrimonio. Pero de inmediato entendí que no nos pertenecemos ni a nosotros mismos, sino a lo que el momento, ese fragmentado presente, nos obliga. Somos de gustos construidos, de ganas insatisfechas, de instintos heredados y de vicios adoptados; de todo eso que creemos es propio, pero que simplemente nos ha encadenado. Y después de la familia, llegan los amigos con sus intenciones, con sus problemas y sus goces; más adelante llegan los amantes con su sexo, su éxtasis y sus carentes necesidades.
No somos de otros, pero tampoco de nosotros mismos. No somos de nadie, por más que intentes firmar un papel. Egoísmo puro, con o sin papel, egoísmo puro.
Cuando ya estuvo, poco tiempo me quedó para acomodarme. Con un pequeño beso en la boca, dio su despedida.
— Pero se supone que estás en tu hora de descanso, no hemos ni almorzado — le dije en un intento de detenerla.
— ¡Lo siento, amor! — simplemente dijo eso y cerró la puerta.
Sí, fue su jefe, esa vieja bruja interrumpió, no solamente su tiempo, tiempo que corresponde a su privacidad, a su descanso, sino que además dañó mi momento, mis cosas, mi intimidad. ¿Pero quién putas se cree la veterana esa?, ahora resulta que yo también tengo que sacrificar mis cosas simplemente porque así lo necesita doña Patricia.
Parece ser que para ser un buen jefe, toca ser todo un completo hijo de puta. Aquel que no le importe si daña cualquier momento de sus colaboradores, sin importar cuál sea este.
— ¡Vanessa! — en tono de orden, prácticamente a grito, llamé a mi secretaria. Luego recordé que ella debió salir a almorzar.
La puerta se abrió y entró Vanessa.
— ¿Me llamaba, jefe? — Me preguntó al entrar. Su mirada empezó a ir y venir por la oficina y se quedó fija después de unos segundos, observando algo que estaba encima de mi escritorio. Eran las tangas negras de mi esposa.
— ¿Tiene el informe que le pedí esta mañana? — Le pregunté, tratando de disimular.
Ella me miró a los ojos, se mordió los labios y empezó a acercarse a mí. Estando bien cerca y casi susurrando me dijo:
— Tranquilo, jefe. Venga le colaboro con todo eso que necesita y tranquilo, yo no lo voy a dejar a medias. Venga y le muestro. —
Dicho ello, me miró la entrepierna. Propuesta clandestina, lógicamente.
¡Vaya dedicación! Y eso que estaba en su hora de almuerzo. Y sí, yo también soy jefe, todo un hijo de puta que no se quedó con la gana, en la hora de almuerzo.
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