Carmen de Burgos
La muerte del recuerdo
Sentado cerca de la lumbre, perezosamente envuelto en su pelliza, el viejo senador contemplaba cómo caía la nieve en el jardín.
Los delicados cristalillos prismáticos venían, en una lluvia de pétalos de jazmín, a cubrir con su blancura la desolada tristeza de los desnudos troncos, empavesados por la nieve, como si les envolviesen guirnaldas de misteriosas flores nacidas en el aire.
Un criado anunció desde la puerta:
—El señor está servido.
Al mismo tiempo los cristales y el pavimento retemblaban con el rodar silencioso de las ruedas de un coche en el patio.
Perezosamente se rodeó el anciano al cuello la bufanda de piel forrada en seda; se abotonó el abrigo de arriba a abajo; introdujo en el bolsillo la tabaquera; afianzó sobre la nariz las gafas que ocultaban los hundidos ojos, y después de calarse reposadamente los guantes de piel, tomó el bastón y el sombrero, que le sostenía el ayuda de cámara, y salió tapándose la boca con el pañuelo, tardo el paso, como si le costase trabajo dejar su gabinete en aquel día de frío.
Un secretario alto, rubio, atildado, de patillas simétricas e irreprochable traje, se inclinó a su paso ceremoniosamente, esperando que el señor se dignase dirigirle la palabra; pero don Juan pasó sin mirarlo.
—¿Deja mandado algo el señor?—preguntó con timidez.
—Nada.
Ya el lacayo sujetaba abierta la portezuela del coche… El secretario volvió a inclinarse con esa rigidez de los aduladores, que parecen tener una articulación más en su espina dorsal para doblar servilmente el cuerpo, y el carruaje partió con el cadencioso trotar de su tronco normando.
Encendió un cigarro don Juan y se arrellanó sobre los almohadones azules, mientras el coche cruzaba las calles del Caballero de Gracia, de Peligros y Alcalá, para salir al Prado.
Allí lucía con toda su hermosura la nieve. Grupos de chiquillos y mozalbetes corrían sobre ella, ensuciando con los pies su transparencia, contentos y satisfechos los pulmones de respirar aquel aire puro y sereno, cuya ligereza centuplicaba la actividad. Perseguíanse unos a otros arrojándose puñados de nieve, que se deshacía en espuma blanca; rodaban algunos esas enormes bolas, consagradas como imagen de la murmuración y de la calumnia, porque según corren engruesan y se enlodan. Varios artistas improvisados se entretenían en modelar con aquel mármol blando estatuas y caricaturas, con tanto esmero como si algunas horas más tarde su obra no hubiera de convertirse en agua sucia.
Se respiraba la poesía de la blancura de la nieve, cuyo gran encanto consiste en su misma fragilidad, en lo inestable, en lo fantástico, lo ideal de su vida corta… símbolo de lo irrealizable, de lo soñado, de todas las ilusiones que no pueden detenerse.
Había un rayo de envidia en los apagados ojos del viejo senador viendo a los muchachos correr, azotarse, caer y revolcarse sobre aquella alfombra, que se hundía a su peso como mullido vellón de lana, con crujido de cristalillos que se quiebran.
Recordaba en su abrigado coche la época feliz de la infancia, de la adolescencia, cuando medio desnudo y hambriento jugaba entre los copos de nieve en el Retiro o la Moncloa.
¡Cuán lejos estaba aquel tiempo! ¡Era una existencia pasada!
Se recordaba con tristeza: no había nada de común entre él, don Juan, y aquel Juanillo de los primeros años de su vida. ¡Juanillo había muerto! Ni una molécula del cuerpo joven, fuerte, gracioso, quedaba en su pobre, achacosa y vieja armadura. Sólo escasas reminiscencias de la voluntad, de los afectos que el otro sintió vivían aún en éste.
Pensaba con terror que se muere varias veces antes que la descomposición final del individuo disgregue las moléculas de su cuerpo para formar otras combinaciones en el transcurso de los siglos. Sí; se muere varias veces. Cada una de las nuevas épocas de la vida, cada uno de esos cambios de costumbres, de afectos que se verifican en nosotros, es la muerte de nuestro propio ser, la renovación de un yo que expira. ¿Qué le quedaba de las edades anteriores? Tristeza, cansancio, desengaños, amargura de los recuerdos vividos, de aquellos desdoblamientos de su mismo ser ya sepultados.
Así la monotonía de la existencia nos aflige como una vejez anticipada y los cambios nos apenan. Lo que se separa, lo que se aleja, lo que se olvida, muere. Por eso es tan triste olvidar.
Recordaba sus existencias pasadas: había muerto ya la niñez miserable y feliz, la adolescencia trabajosa y mezquina, la juventud de luchas, ambiciones… y hasta bajezas, con tal de sobresalir entre la vulgaridad de los comparsas humanos, nacidos para asistir a las representaciones de la vida de los demás, aplaudiendo o censurando las comedias que se hacen a sus expensas, pero sin pasar jamás de las galerías al escenario.
Era aquella la época en que más había vivido el ciclo de las esperanzas, del amor… Don Juan recordaba la imagen de una mujer que iluminó su vida con reflejos de ópalo.
Sacrificó el amor a la ambición, a un casamiento que le abrió las puertas de la política y del gran mundo. Había logrado sus esperanzas: lujo, influencia, poderío, pero nunca volvió a ver a la mujer que amaba. Supo que era directora de un centro de enseñanza oficial en una provincia y que continuaba siempre soltera; pero el abandono de que la hizo víctima había sido tan infame, tan cobarde, que jamás se decidió a intentar una reconciliación, que seguramente hubiera sido rechazada.
Y sin embargo, ¡cuánto la había amado! ¡Cuántas veces la recordó en el solitario hogar de viudo sin hijos ni familia! En muchas ocasiones pensaba cuánta alegría pudo traer a aquella casa la mujer inolvidable, compañera de sus luchas y ambiciones juveniles… Hasta algún día tuvo intención de ir a buscarla, pedirle perdón, ser feliz con la dulce abnegación de aquella vestal de un amor único.
Unas veces, la reflexión de sus diferentes posiciones sociales triunfó de su sentimiento; otras las tareas urgentes del Parlamento y la organización del partido, aplazaron su resolución… Algunas, los éxitos y las ocupaciones se la hicieron olvidar.
¿Por qué surgía de nuevo en aquel día de invierno, entre la nieve de su ancianidad, la imagen de aquella mujer? Era una evocación extraña, una especie de telepatía, como si una corriente eléctrica le agitase. Por un momento creyó no estar solo, sentir un aliento a su lado, la proximidad de otro ser, de un fluido, de un pensamiento que solicitase con fuerza el suyo… Miró en torno sobresaltado.
La figura de Alicia se conservaba en su memoria tal como la última vez que la vio: sonriente, tranquila, sin desconfiar de su amor; sin que ni un solo latido de su pecho le anunciase la perfidia del amante que la sacrificaba a la ambición. ¡Cuánto sufrió él también! Necesitó recordar todos los placeres que el mundo le ofrecería después del matrimonio, para consumar su traición. Hasta se engañó a sí mismo, para poderse ir, diciéndose que volvería de nuevo.
¡Pobre Alicia! Soportó su abandono sin un grito, sin una queja… no le molestó jamás… y sin embargo, él supo que no dejó de amarle nunca… Se lo habían asegurado viejos amigos… lo escuchaba siempre con satisfacción… Ya hacía muchos años que nadie le hablaba de la historia aquella… enterrada en un pasado remoto.
Creía aún ver a Alicia con su belleza rubia, menudita, pálida, de rostro de marfil y manos de hostia, quebradiza y frágil como flor de almendro temprano. Le parecía que se acercaba a él con la mirada dulce de sus ojos claros, de extraños cambiantes de acero, tan ingenuos y tan puros como un lago que dejase ver el fondo limpio de sus pensamientos.
Ni por un momento le ocurrió nunca la idea de las transformaciones que habría operado el tiempo. La veía alta, erguida, grácil, con su talle delicado y esbelto. Más de una vez volvió la cabeza en la calle al paso de una joven rubia, delgada y frágil, diciendo: «¿Será ella?»
El coche se detuvo en la puerta de los ministerios de Instrucción Pública y de Fomento.
Dentro del gran patio de ladrillitos cuadrados, que desvanece con sus cambiantes de agua rizada, esperaban dos soberbios coches de ministro, con lacayos galoneados en el pescante. Los coches en que se suceden unos a otros. Por ir en ellos sacrificó él sus sentimientos más nobles, lo que no podría recobrar nunca en su triste vejez solitaria. ¡Han rodado la fe y la dignidad de tantas personas ante aquellos estribos!
Subió la escalera lentamente, tapándose la boca con el pañuelo y devolviendo los saludos sin pararse.
A pesar del mal tiempo, la afluencia de pretendientes era grande. Los empleados iban de acá para allá, presurosos y de malhumor, rebuscando Gacetas y reales órdenes entre el continuo tejer y destejer de una legislación que se pliega a todos los caprichos de los influyentes, a quienes se necesita complacer, sin reparar en la justicia de sus peticiones.
Un jefe de negociado, alto, de mal guarnecido cráneo y aspecto de necio satisfecho, se pavoneaba ante la mesa de su despacho. El senador le saludó con la mano, recordando cuántas veces se humilló en su presencia para obtener aquel puesto de pequeño tiranuelo, y penetró en la sala de espera.
—¿Aviso al señor subsecretario?—preguntó el portero.
—No; no tengo prisa; esperaré a que haya terminado su tarea—murmuró don Juan, sentándose en el ángulo del sofá, cerca de una ventana.
Quedaban unos diez visitantes, que iban siendo llamados por turno ante el subsecretario. La prontitud con que se hacían los llamamientos probaba la poca atención que se les prestaría. Pero los pretendientes iban contentos, creyendo haber sido escuchados.
Don Juan vio con satisfacción que no había mujeres jóvenes y bonitas, pues ya sabía por experiencia que ésas tardan más en salir de los despachos de los ministros y de los subsecretarios.
Desde el gabinete cercano llegaban las conversaciones de los escribientes, que abrían y comentaban la correspondencia del jefe.
La gran antesala, alta de techo y poco guarnecida de muebles, tenía algo de solemne; todos hablaban en voz baja, y los desconocidos se miraban unos a otros con recelo. De vez en cuando se apartaba el portier, y un nuevo visitante se detenía deslumbrado junto a la puerta, buscando una orientación entre todas aquellas gentes que esperaban. Algunos jefes de negociado, con la cabeza descubierta, paso ligero y el legajo de papeles debajo del brazo, entraban y salían del despacho del subsecretario, causando la envidia de los atormentados por larga espera.
Don Juan lo contemplaba todo. En el estado de su espíritu veía lo ridículo, lo cómico, lo vano de toda aquella farsa de egoísmos, luchas y miserias. Sin duda acababa también de morir en su alma la ambición, y veía claro la insignificancia de lo que antes le parecía grande.
Una señora, sentada en el otro extremo del sofá, atrajo al cabo su atención. Llevaba un traje color marrón y una capota violeta sobre los cabellos blancos, blancos como la nieve del jardín. Sostenía con trabajo el corsé un cuerpo flácido, de pecho hundido, al que no se ceñía la floja tela de su traje; la carita arrugada, color tabaco seco; sumida la desdentada boca; en punta la barbilla y tallado en nervios el cuello. Aquella anciana tenía para don Juan un extraño encanto. ¿Por qué? Acaso por la plata de los cabellos, sobre los que parecía un pensamiento temprano la gorrita violeta… Acaso por los ojos claros, dulces, tranquilos, que brillaban juveniles dentro de las hundidas órbitas sin pestañas. Le parecía conocer la caricia de una mirada semejante…
—Doña Alicia Moreno—dijo el portero mayor, llamando a la anciana, que se dirigió con paso vacilante al despacho del subsecretario.
¡Alicia Moreno! ¡Alicia Moreno!
¿Había oído bien? Trémulo, formuló don Juan su pregunta al portero:
—¿Quién es esa señora?
—Doña Alicia Moreno, directora de la escuela de Ávila.
¡Oh! ¡Era ella! ¡No cabía duda!
Entonces pensó por vez primera en las transformaciones de los años desaparecidos. ¡Sus existencias de jóvenes habían pasado hasta el punto de no conocerse!
Y sintió una amargura, una amargura infinita, al perderla visión de aquel rostro juvenil y fresco, para sustituirlo con la imagen de la anciana de los cabellos blancos. ¡Imposible!
Alicia seguiría viviendo joven en sus recuerdos; la anciana no tenía nada de común con ella.
Entonces, con temor supersticioso, se explicó el pertinaz recuerdo de antes hacia aquella mujer que se le acercaba. ¿Le recordaría ella también? Evocó la caricia de los ojos claros, la misteriosa simpatía que les aproximaba, y por un momento pensó en los últimos días de una vejez dulce, con las remembranzas de queridas memorias… Sí; al salir Alicia de aquel despacho, la seguiría, le pediría perdón… En su memoria se confundían de nuevo, bajo la mirada clara, la Alicia de cabellos blancos y la Alicia de cabellos rubios.
Se entreabrió la puerta y apareció entre las cortinas la curva silueta de la anciana.
—¡Señora!…—murmuró don Juan aproximándose.
Se detuvo ella, y miró tranquila, esperando.
Él no hallaba qué decir. ¡No le conocía! ¡Sin duda, ella guardaba otra imagen de juventud!
—¡Caballero!…—repuso al fin una voz cascada, extrañando aquel largo silencio.
—Este pañuelo, ¿es de usted?—preguntó el senador, recogiendo el suyo del sofá.
—No, señor.
—Creí…—tartamudeó.
—Gracias.
—¡No me ha reconocido!—exclamó él viéndola alejarse lentamente.
—¡Más vale así! Es preferible que no conozca el dolor de ver morir en el alma una imagen ele juventud y amor acariciada tanto tiempo… ¡Para ella, al menos, vivirá el recuerdo! Y se limpió apresuradamente los ojos con el pañuelo, mientras guardaba con la otra mano en el bolsillo los empañados lentes, para entrar en el despacho del subsecretario, que llamaba obsequioso desde la puerta:
—¡Mi querido don Juan!…
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