Retrato Horacio Quiroga

Horacio Quiroga




Los bebedores de sangre

Chiquitos:
¿Han puesto ustedes el oído contra el lomo de un gato cuando runru­nea? Háganlo con Tutankamón, el gato del almacenero. Y después de haberlo hecho, tendrán una idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de caza.

Este ronquido que no tiene nada de agradable cuando uno está solo en el bosque, me perseguía desde hacía una semana. Comenzaba al caer la no­che, y hasta la madrugada el monte entero vibraba de rugidos.

¿De dónde podía haber salido tanto tigre? La selva parecía haber per­dido todos sus bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el río. No había más que tigres: no se oía otra cosa que el ronquido profundo e incan­sable del tigre hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de los animales.

Así estábamos hacía una semana, cuando de pronto los tigres desaparecieron. No se oyó un solo bramido más. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido del ciervo, el chillido del agutí, el silbido del tapir, todos los ruidos y aullidos de la selva. ¿Qué había pasado otra vez? Los tigres no desaparecen porque sí, no hay fiera capaz de hacer­los huir.

¡Ah, chiquitos! Esto creía yo. Pero cuando después de un día de mar­cha llegaba yo a las márgenes del río Iguazú (veinte leguas arriba de las cataratas), me encontré con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De cómo y por qué había habido en esos días tanto tigre, no me supieron decir una palabra. Pero en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se debía a la aparición de un puma. El tigre, a quien se cree rey incon­testable de la selva, tiene terror pánico a un gato cobardón como el puma.

¿Han visto, chiquitos míos, cosa más rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero a su cara de gato, nada más. Pero es un gatazo de un me­tro de largo, sin contar la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.

Pues bien. Esa misma mañana, los dos cazadores habían hallado cua­tro cabras, de las doce que tenían, muertas a la entrada del monte. No es­taban despedazadas en lo más mínimo. Pero a ninguna de ellas les queda­ba una gota de sangre en las venas. En el cuello, por debajo de los pelos manchados, tenían todas cuatro agujeros, y no muy grandes tampoco. Por allí, con los colmillos prendidos a las venas, el puma había vaciado a sus víctimas, sorbiéndoles toda la sangre.

Yo vi las cabras al pasar, y les aseguro, chiquitos, que me encendí tam­bién en ira al ver las cuatro pobres cabras sacrificadas por la bestia sedien­ta de sangre. El puma, del mismo modo que el hurón, deja de lado cual­quier manjar por la sangre tibia. En las estancias de Río Negro y Chubut, los pumas causan tremendos estragos en las majadas de ovejas.

 Las ovejas, ustedes lo saben ya, son los seres más estúpidos de la crea­ción. Cuando olfatean a un puma, no hacen otra cosa que mirarse unas a otras y comienzan a estornudar. A ninguna se le ocurre huir. Sólo saben es­tornudar, y estornudan hasta que el puma salta sobre ellas. En pocos mo­mentos, van quedando tendidas de costado, vaciadas de toda su sangre. Una muerte así debe ser atroz, chiquitos, aun para ovejas resfriadas de miedo. Pero en su propia furia sanguinaria, la fiera tiene su castigo. ¿Saben lo que pasa? Que el puma, con el vientre hinchado y tirante de sangre, cae rendido por invencible sueño. El, que entierra siempre los restos de sus víc­timas y huye a esconderse durante el día, no tiene entonces fuerzas para moverse. Cae mareado de sangre en el sitio mismo de la hecatombe. Y los pastores encuentran en la madrugada a la fiera con el hocico rojo de san­gre, fulminada de sueño entre sus víctimas.

¡Ah, chiquitos! Nosotros no tuvimos esa suerte. Seguramente cuatro cabras no eran suficientes para saciar la sed de nuestro puma. Había huido después de su hazaña, y forzoso nos era rastrearlo con los perros.

En efecto, apenas habíamos andado una hora cuando los perros eriza­ron de pronto el lomo, alzaron la nariz a los cuatro vientos y lanzaron un corto aullido de caza: habían rastreado al puma.

Paso por encima, hijos míos, la corrida que dimos tras la fiera. Otra vez les voy a contar con detalles una corrida de caza en el monte. Básteles saber por hoy que a las cinco horas de ladridos, gritos y carreras desesperadas a través del bosque quebrando las enredaderas con la frente, llegamos al pie de un árbol, cuyo tronco los perros asaltaban a brincos, entre deses­perados ladridos. Allá arriba del árbol, agazapado como un gato, estaba el puma siguiendo las evoluciones de los perros con tremenda inquietud.

Nuestra cacería, puede decirse, estaba terminada. Mientras los perros “torearan” a la fiera, ésta no se movería de su árbol. Así proceden el gato montés y el tigre. Acuérdense, chiquitos, de estas palabras para cuando sean grandes y cacen: tigre que trepa a un árbol, es tigre que tiene miedo. Yo hice correr una bala en la recámara del winchester, para enviarla al puma entre los dos ojos, cuando uno de los cazadores me puso la mano en el hombro diciéndome:

-No le tire, patrón. Ese bicho no vale una bala siquiera. Vamos a darle una soba como no la llevó nunca.

¿Qué les parece, chiquitos? ¿Una soba a una fiera tan grande y fuerte como el tigre? Yo nunca había visto sobar a nadie y quería verlo.

¡Y lo vimos, por Dios bendito! El cazador cortó varias gruesas ramas en trozos de medio metro de largo y como quien tira piedras con todas sus fuerzas, fue lanzándolos uno tras otro contra el puma. El primer palo pasó zumbando sobre la cabeza del animal, que aplastó las orejas y maulló sor­damente. El segundo garrote pasó a la izquierda lejos. El tercero, le rozó la punta de la cola, y el cuarto, zumbando como piedra escapada de una hon­da, fue a dar contra la cabeza de la fiera, con fuerza tal que el puma se tam­baleó sobre la rama y se desplomó al suelo entre los perros.

Y entonces, chiquitos míos, comenzó la soba más portentosa que ha­ya recibido bebedor alguno de sangre. Al sentir las mordeduras de los pe­rros, el puma quiso huir de un brinco. Pero el cazador, rápido como un ra­yo, lo detuvo de la cola. Y enroscándosela en la mano como una lonja de rebenque comenzó a descargar una lluvia de garrotazos sobre el puma. ¡Pero qué soba, queridos míos! Aunque yo sabía que el puma es co­bardón, nunca creí que lo fuera tanto. Y nunca creí tampoco que un hom­bre fuera guapo hasta el punto de tratar a una fiera como a un gato, y zu­rrarle la badana a palo limpio.

De repente, uno de los garrotazos alcanzó al puma en la base de la na­riz, y el animal cayó de lomo, estirando convulsivamente las patas traseras. Aunque herida de muerte, la fiera roncaba aún entre los colmillos de los perros, que lo tironeaban de todos lados. Por fin, concluí con aquel feo es­pectáculo, descargando el winchester en el oído del animal.

Triste cosa es, chiquillos, ver morir boqueando a un animal, por fiera que sea, pero el hombre lleva muy hondo en la sangre el instinto de la ca­za, y es su misma sangre la que lo defiende del asalto de los pumas, que quieren sorbérsela.



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