Horacio Quiroga
Los inmigrantes
El hombre y la mujer caminaban desde las cuatro de la mañana. El tiempo, descompuesto en asfixiante calma de tormenta, tornaba aún más pesado el vaho nitroso del estero. La lluvia cayó por fin, y durante una hora la pareja, calada hasta los huesos, avanzó obstinadamente.
El agua cesó. El hombre y la mujer se miraron entonces con angustiosa desesperanza.
—¿Tienes fuerzas para caminar un rato aún? –dijo él–. Tal vez los alcancemos…
La mujer, lívida y con profundas ojeras, sacudió la cabeza.
—Vamos –repuso, prosiguiendo el camino.
Pero al rato se detuvo, cogiéndose crispada de una rama. El hombre, que iba delante, se volvió al oír el gemido.
—¡No puedo más!… –murmuró ella con la boca torcida y empapada en sudor–. ¡Ay, Dios mío!…
El hombre, tras una larga mirada a su alrededor, se convenció de que nada podía hacer. Su mujer estaba encinta. Entonces, sin saber dónde ponía los pies, alucinado de excesiva fatalidad, el hombre cortó ramas, tendiolas en el suelo y acostó a su mujer encima. Él se sentó a la cabecera, colocando sobre sus piernas la cabeza de aquélla.
Pasó un cuarto de hora en silencio. Luego la mujer se estremeció hondamente y fue menester enseguida toda la fuerza maciza del hombre para contener aquel cuerpo proyectado violentamente a todos lados por la eclampsia.
Pasado el ataque, él quedó un rato aún sobre su mujer, cuyos brazos sujetaba en tierra con las rodillas. Al fin se incorporó, alejose unos pasos vacilantes, se dio un puñetazo en la frente y tornó a colocar sobre sus piernas la cabeza de su mujer sumida ahora en profundo sopor.
Hubo otro ataque de eclampsia, del cual la mujer salió más inerte. Al rato tuvo otro, pero al concluir éste, la vida concluyó también.
El hombre lo notó cuando aún estaba a horcajadas sobre su mujer, sumando todas sus fuerzas para contener las convulsiones. Quedó aterrado, fijos los ojos en la bullente espuma de la boca, cuyas burbujas sanguinolentas se iban ahora resumiendo en la negra cavidad.
Sin saber lo que hacía, le tocó la mandíbula con el dedo.
—¡Carlota! –dijo con una voz que no era la suya, y que no tenía entonación alguna. El sonido de su voz lo volvió a sí, e incorporándose entonces miró a todas partes con ojos extraviados.
—Es demasiada fatalidad –murmuró.
—Es demasiada fatalidad… –murmuró otra vez, esforzándose entretanto por precisar lo que había pasado. Venían de Europa, eso no ofrecía duda; y habían dejado allá a su primogénito de dos años. Su mujer estaba encinta e iban a Makallé con otros compañeros… Habían quedado retrasados y solos porque ella no podía caminar bien… Y en malas condiciones, acaso, acaso su mujer hubiera podido encontrarse en peligro.
Y bruscamente se volvió, mirando enloquecido:
—¡Muerta, allí!…
Sentose de nuevo, y volviendo a colocar la cabeza muerta de su mujer sobre sus muslos, pensó cuatro horas en lo que haría. No arribó a pensar nada; pero cuando la tarde caía cargó a su mujer en los hombros y emprendió el camino de vuelta.
Bordeaban otra vez el estero. El pajonal se extendía sin fin en la noche plateada, inmóvil y todo zumbante de mosquitos. El hombre, con la nuca doblada, caminó con igual paso, hasta que su mujer muerta cayó bruscamente de su espalda. Él quedó un instante de pie, rígido, y se desplomó tras ella.
Cuando despertó, el sol quemaba. Comió bananas de filodendro, aunque hubiera deseado algo más nutritivo, puesto que antes de poder depositar en tierra sagrada el cadáver de su esposa, debían pasar días aún.
Cargó otra vez con el cadáver, pero sus fuerzas disminuían. Rodeándola entonces con lianas entretejidas, hizo un fardo con el cuerpo y avanzó así con menos fatiga.
Durante tres días, descansando, siguiendo de nuevo, bajo el cielo blanco de calor, devorado de noche por los insectos, el hombre caminó y caminó, sonambulizado de hambre, envenenado de miasmas cadavéricas –toda su misión concentrada en una sola y obstinada idea: arrancar al país hostil y salvaje el cuerpo adorado de su mujer.
La mañana del cuarto día viose obligado a detenerse, y apenas de tarde pudo continuar su camino. Pero cuando el sol se hundía, un profundo escalofrío corrió por los nervios agotados del hombre, y tendiendo entonces el cuerpo muerto en tierra, se sentó a su lado.
La noche había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llenaba el aire solitario. El hombre pudo sentirlos tejer su punzante red sobre su rostro; pero del fondo de su médula helada los escalofríos montaban sin cesar.
La luna ocre en menguante había surgido al fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape.
El hombre echó una ojeada a la horrible masa blanduzca que yacía a su lado, y cruzando sus manos sobre las rodillas quedose mirando fijamente adelante, al estero venenoso, en cuya lejanía el delirio dibujaba una aldea de Silesia, a la cual él y su mujer, Carlota Phoening, regresaban felices y ricos a buscar a su adorado primogénito.
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