Retrato Fernando Pessoa

Fernando Pessoa

Tonía


Estoy almorzando en este restaurante vulgar, y miro, más allá del mostrador, la figura del cocinero. ¿Qué vida es la de este hombre? Desde hace cuarenta años vive casi todo el día en una cocina; tiene unas breves vacaciones; duerme relativamente pocas horas; va de vez en cuando al pueblo, del que vuelve sin duda y sin pena; almacena lentamente dinero lento, que no se propone gastar; se pondría enfermo si tuviera que retirarse de su cocina para irse (definitivamente) a los campos que ha comprado en Galicia; está en Lisboa hace cuarenta años y nunca ha ido, ni siquiera, a la Rotonda ni a un teatro, y tiene un solo día de Coliseo: payasos en los vestigios interiores de su vida. Se casó no sé cómo ni por qué, tiene cuatro hijos y una hija, y su sonrisa, al inclinarse, desde el lado de allá del mostrador hacia donde estoy, expresa una gran, una solemne, una contenta felicidad. Y no simula, ni qué razón tiene para simular.

Examino, con un asombro asustado, el panorama de esta vida, y descubro, cuando voy a sentir horror, pena, indignación ante ella, que quien no siente horror, ni pena, ni indignación, es el mismo que tendría derecho a sentirlo, es el mismo que vive esa vida. Un pequeño incidente callejero, que llama a la puerta, le entretiene más de lo que me entretiene a mí la contemplación de la idea más original, la lectura del mejor libro, el más grato de los sueños inútiles. Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica y, si un día va a Cintra, siente que ha ido a Marte. Y si la vida es esencialmente monotonía, él escapa de ella más fácilmente que yo.



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