Fernando Pessoa
Los jugadores de ajedrez
Oí contar que otrora, cuando Persia libraba no sé cuál guerra, cuando la invasión ardía en la ciudad y las mujeres gritaban, dos jugadores de ajedrez jugaban su juego continuo. A la sombra de amplio árbol miraban el tablero antiguo y, junto a cada uno, esperando sus momentos más holgados, cuando había movido la pieza, y ahora esperaba al oponente, un búcaro con vino refrescaba su sobria sed.
Ardían casas, saqueadas eran arcas y paredes; violadas, las mujeres eran puestas contra los muros caídos; atravesados por lanzas, los niños eran sangre en las calles. Pero donde estaban, cerca de la ciudad y lejos de su ruido, los jugadores de ajedrez jugaban el juego del ajedrez.
Aunque con los mensajes del yermo viento les llegaran los gritos y, al pensar, supiesen desde el alma que por cierto las mujeres y las tiernas hijas eran violadas, en esa distancia próxima, en el momento en que lo pensaban, una sombra ligera les pasaba por su frente ajena y vaga… pronto sus ojos tranquilos volvían su atenta confianza al viejo tablero.
Cuando el rey de marfil está en peligro, ¿qué importan la carne y el hueso de las hermanas y de la madre y de los niños? Cuando la torre no cubre la retirada de la reina blanca, el saqueo poco importa. Y cuando la mano confiada pone en jaque al rey del adversario, poco pesa en el alma que allá lejos estén muriendo hijos.
Aunque, de repente, sobre el muro surja la sañuda cara de un guerrero invasor, y pronto deba ensangrentado caer allí el solemne jugador de ajedrez, antes de ese momento —es aún dado al cálculo de un lance para el efecto horas después— se entrega todavía al juego predilecto de los grandes indiferentes.
Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen la libertad y la vida, los bienes heredados y protegidos ardan y que sean arrebatados, mas cuando la guerra interrumpa la partida, esté el rey sin jaque, y el peón de marfil más avanzado dispuesto a tomar la torre.
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