Retrato Pablo Ledesma

Pablo César Ledesma Cepeda

El perdón del hombre


Estaban el par de individuos en las escaleras que llevan a la entrada de aquella casa celestial, discutiendo de vidas, experiencias y cosas más. A la reacción del recuerdo que los hábitos de un sacerdote dejaron al pasar, uno de ellos queda mirando fijamente hacia el interior de aquella magna catedral. La expresión de aquel hombre era cual, si divinidad hubiese visto y, pasmado, a boca cerrada dio un dudoso paso hacia el siguiente escalón. Su compañero, que le conocía ya bastante, se quedó observando la reacción de su acompañante. Es que el hombre de edad avanzada se quedó de una pieza, raro comportamiento; lo único que daba movimiento eran sus desgastadas prendas, mismas grises que combinaban con su pobre peinado plateado.

– ¿Qué pasa, Rodrigo? –preguntó el amigo, acomodando su abrigo.

– Es de mi menester cumplir con algo que he procrastinado mientras he vivido esta errante vida, idéntica que la tuya, viejo vago –respondió el hombre con tono serio, mismo que Miguel poco había podido apreciar durante toda su amistad.

– ¿Y qué puede ser eso tan necesario como para tener tu postura, tunante holgazán? –inquieto, vuelve a preguntar su compañero de bohemia.

– Un perdón de esos difíciles de pedir, difíciles de dar –responde el hombre con total experiencia, sabido de lo que asegura.

– ¿Un perdón?, ¿ahí? ¡Por favor! ¿Y quién te lo dará, un hombre?, ¿uno de esos estirados monarcas religiosos que por su divinidad ni siquiera sudan? –dijo el hombre, escéptico del desenlace que podría tener la intención de su amigo– Ten en cuenta, anciano desabrido, que la realidad no está ahí, sino más allá –añadió, mirando hacia el cielo mientras lo señalaba.

– Pues quiero el perdón de los dos, para mí es muy necesario. Mientras esté en esta tierra que sea el hombre quién me perdone y cuando muera, ante Dios estaré dispuesto a su juicio, su perdón o su castigo, o los dos, si es que fuese –dijo Rodrigo, mientras volteaba a mirar a los ojos a su amigo.

– Veo que es algo serio. Ten presente que lo de Dios solamente Dios podrá lograrlo, pues no existe hombre alguno que pueda igualarlo –respondió el viejo Miguel, sin bajar su mano– Entonces ve, consigue lo que buscas, si es que realmente el hombre puede lograrlo –añadió, mientras bajaba su mano para señalar, con esta abierta, la entrada de la iglesia.

Sin mucho afán, pero con firmeza, emprendió el ingreso Rodrigo, quién dejó su ser en alto, ante el lujoso tabernáculo de su mayor alteza. A su derecha, en un desenfocado rincón, abandonado por la luz y por lo divino de la grandeza, estaba el confesionario, su fijo objetivo.

Entró en el mueble de madera y ejecutó aquel conocido protocolo. Al sentir el deslizar de la madera, abriendo la ventanilla, dijo:

– Perdóneme, Padre, porque he pecado. Reconozco que no me confieso desde hace muchos años, todo por ser aquel desjuiciado y vagabundo que vive sólo por lo que el día le permite. He cometido muchos pecados y lo siento por cada uno de ellos, pero en especial por el que cometí hace unos 33 años.

Buscando minimizar el silencio que quedó después de lo dicho a medias, por parte de Rodrigo, el benevolente y joven sacerdote le pidió que continuara con su confesión.

Haciendo caso y con voz entrecortada, tras la liberación de un suspiro, Rodrigo continuó– Hace unos 33 años, siendo un torpe joven, encarnado en mis sedientos deseos, sometí a una hermosa damisela para saciarme. De aquel nefasto acto, quedó su sangre manchando mi alma, embanderando mi culpa, manchando mi consciencia. Supe después que de aquél aciago acto, una criatura inocente vino a vida, creciendo sano, siendo mejor que muchos, alcanzando una devota y casta existencia. Es por eso que vengo, con este pesado grillete, con esta pesada culpa longeva, a pedir perdón a aquel ser que es mi hijo, pero que hoy, por los logros que él ha obtenido, le llamo Padre.



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