Retrato Melissa Rosero

Melissa Rosero Rodríguez

El silencio


Fue un día gris de noviembre, de esos días en dónde sabes que en cualquier momento la lluvia se hará presente, tan poderosa que te da la sensación de borrarte del planeta, como si fueras tinta sobre papel.

El día anterior había sido una completa desdicha combinada con el estrés laboral. Mi trabajo consiste en decirle qué hacer a las personas, cómo deben solucionar los inconvenientes que ocurran en la oficina, sin afectar los recursos de la compañía. En pocas palabras, tengo un puesto de jefe en una compañía de logística. Digo que fue una desdicha ese día ya que me enteré que quién había sido la ilusión más grande que había tenido, ahora era la ilusión de alguien más. Apenas hace unos meses me había apartado de su vida y luego aparece en brazos de otra. No veía la hora de salir de ahí, ¿de qué me sirve saber solucionar problemas si ni siquiera puedo arreglar mi propia vida?

Lo último que recuerdo de ese día fue el llegar a mi casa, dejar mi maletín sobre la mesa del comedor y buscar mi cama. Tiré mi ropa a donde cayera y me desplomé sobre la cama. Me sentía aturdida, abatida, con la derrota de la vida sobre los hombros, cual Prometeo cargando al mundo. Todo lo que quería era dormir hasta olvidar lo que había pasado, dormir hasta no escuchar más su risa incauta en mis recuerdos, sus «te amo» y otras palabras que dulcemente me decía al oído. Olvidar por un momento aquella fotografía en donde lo vi amorosamente abrazado a una mujer de cabellos negros y abrigo azul oscuro.

La mañana siguiente estuvo tranquila, ni siquiera se escuchaba el canto de las aves o lo agitado de la calle transitada que colinda justo con mi ventana. Todo estaba en completa quietud, silencio absoluto. Fue extraño, lo admito, despertar y no sentir todo el ajetreo urbano resonando entre las cortinas de mi cuarto. Pensé que estaba aturdida aún por las casi 14 horas de sueño de las cuales apenas me desprendía. Me levanté de la cama, directo a tomar un baño. Abrí la llave del grifo y no podía más que sentir como el agua recorría mi cuerpo, sentía lo fría que estaba y cómo la piel se me enchinaba con su tacto. Por más que sentía lo gélido del agua matutina, no lograba escuchar su recorrido. Me preocupó sobremanera no escuchar la puerta de la ducha cuando la abrí para salir de la misma. Corrí a la sala envuelta en mi toalla para tratar de escuchar otra cosa, cualquier cosa que sonara.

Se me ocurrió encender la televisión y ponerla al volumen máximo. Una vez encendido, pude ver la imagen de Pavarotti haciendo un esfuerzo máximo con su cara, mientras que su boca hacía los gestos más exagerados. Supe que su canto había terminado porque las siguientes tomas eran al público aplaudiendo. Quedé de una sola pieza, no por su forma de cantar, sino por la forma en la que el silencio se había apoderado de mi vida. Estaba atarantada por el sonido del silencio. El miedo se apoderó de mi cuerpo y entré en pánico. No tenía ni la más remota idea de cómo esto había pasado, cómo el silencio tomó posesión de mi vida, aprisionándome quién sabe por cuánto tiempo.

Fui a mi cuarto y tomé lo primero que encontré en el armario para vestirme. Agarré mis llaves y salí del edificio. Tiré la puerta de un solo golpe para corroborar que no escuchaba nada, en efecto, no sonó. Mi terror aumentaba al no oír los sonidos de la calle, ni las bocinas de los autos ni ese bullicio permanente de la ciudad en pleno ajetreo de sábado por la mañana. Tampoco escuchaba los sonidos de mi propio cuerpo, no escuchaba el tragar de mi saliva, los pasos que daba o el sonido de mi agitada respiración. Tuve que parar por un momento y pensar qué iba a hacer, ¿cómo iba a llegar al hospital más cercano? No podía usar mi auto, ya que conducir en esta condición es un peligro sumamente estúpido. Lo único que vino a mi mente en ese momento fue tomar un autobús, pero, ¿cuál ruta de autobús?

Mientras llegaba a la parada de autobuses la lluvia se hizo presente, tomando por completo el control de la ciudad. Fue un aguacero torrencial, de esos en donde no tienes más remedio que buscar refugio porque sus aguas son tan fuertes que te podrían arrastrar. Corrí a la parada de autobús que primero encontré, busqué el mapa de rutas y ahí la vi: RUTA 30. En una de sus paradas, llegaría al hospital. Tomé asiento en la parada, pensando en cómo era posible que no escuchara tremendo aguacero que caía frente a mí.

De repente, llegó una figura femenina corriendo a escamparse en la parada. Mojada de pies a cabeza, comenzó a sacudirse el exceso de agua de su abrigo color azul oscuro, mientras que su larga cabellera negra se agitaba con el viento de aquel vendaval. Llevaba un bolso color rojo que también se vio afectado por el agua. Mientras revisaba su bolso, se percató de mi presencia. Me miró, sonrió y dijo algo, tal vez me saludó, tal vez fue un comentario sobre la lluvia, es algo que nunca sabré, yo simplemente sonreí y miré a otro lado, lejos de su presencia, para evitar cualquier tipo de conversación que pudiera darse.

Sentía cómo me observaba aquella mujer. La curiosidad me pudo más y por un momento la miré de reojo y su mirada fija no se quitaba de mí. No paraba de detallarme, yo sólo miraba la lluvia caer para evitar cualquier tipo de acercamiento. El autobús llegó y no me tardé ni tres segundos en levantarme y saltar hacia su interior. Cuando me senté y miré por la ventana, la mujer seguía mirándome fijamente mientras decía algo, lo supe porque los gestos de su boca fueron lo bastante claros como para no descifrarlo: «Olvido». El autobús cerró sus puertas y emprendió su marcha. Quité la vista de la ventana, eso había sido muy extraño ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué dijo eso? ¿Qué me habrá querido decir con «olvido»? Luego de los interrogantes sobre la mujer, llegó a mi ser la lógica más tajante preguntando por qué había tomado el autobús en lugar de un taxi. Definitivamente, el pánico puede hacerte tomar decisiones estúpidas.

Durante el viaje en aquel vehículo, pensaba que sólo mi existencia había cobrado sentido cuando lo conocí. Fue su audaz forma de hacerme vivir lo que me dio la fuerza para continuar en el solitario mundo en el que me tocó habitar. Parecía que ese fuerte sentimiento que él inspiraba en mí, era lo que me daba la energía para ser, para estar.

Recordé también el día en que todo se terminó. El fatídico fin que partió mi vida en un antes y un después. Sus palabras penetraban mi ser como frías dagas que cortaban cualquier lazo que existiera entre los dos.

– Lo nuestro no puede continuar. Lo siento, ya no te amo. No me siento enamorado de ti y no puedo hacerte vivir una farsa – me dijo entretanto tomaba mi cara con sus manos, me miraba fijamente mientras yo sólo lloraba por sus palabras y me besó como quien cumple un protocolo.

– No me olvides – le supliqué – Si me dejas en tu pasado, no tendré más vida. No volveré a ser. No me olvides.

-Deja de hablar así. Las palabras tienen poder- fue lo último que me dijo.

Me bajé en la parada del hospital, por fortuna la lluvia había menguado y no tuve que caminar tanto tiempo bajo aquel aguacero. Cuando llegué al servicio de urgencias, comenzó la peor parte. Estaba de pie frente a las enfermeras y parecía que ninguna podía verme. Les gritaba, trataba de tomarlas de los brazos, pero era inútil. Nadie me veía. Parecía que me hubieran borrado de la faz de la tierra ¿Por qué no podían verme? ¿Qué carajo está pasando?

Corría por los pasillos del hospital, suplicando por ayuda a cada persona que veía pero era inútil. Nadie podía verme y yo no podía escucharlos. Me desvanecí de la vida misma y no supe cuándo.

Me senté en un banquillo de la sala de espera, puse mis manos sobre mi cara, cerré mis ojos y aspiré profundo. Tomé mi cabeza entre las manos, exhalé y miré fijamente al piso unos minutos, pensando en lo que me hubiera hecho caer en esta situación. Ser invisible, ser olvidada… ¿Olvido? ¿Él me olvidó? ¿Me desvanecí porque ya no vivo en su memoria? Volví a cerrar los ojos y respiré profundamente.

Un fulgurante relámpago alumbró mi habitación y el sonido de su estruendoso trueno me despertó de un santiamén. Pude escuchar varias alarmas de autos que se activaron por tal estrepitoso sonido, me alegré de sentir esos sonidos de nuevo. Me alegré por no ser parte de su olvido, a pesar de ya no pertenecer a su presente.



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